Extractos del Libro
1

En la lóbrega oscuridad de su celda pétrea en la remota fortaleza carcelaria, el Báb lloraba por todos aquellos que, habiendo creído en Él, no habían consentido que el descrédito público y la pérdida de sus posesiones terrenales les refrenaran, los mismos que movidos por su gran e intenso amor por Él de buen grado se sometieron a una muerte dolorosa en Su Nombre. En el valle situado más abajo, los lugareños encendían sus fogones.

Día y noche Vaḥíd, quien fuera uno de los clérigos más notorios de Persia y a quien el Báb había denominado como uno de "los dos testigos" de Su Causa, montaba el mismo caballo que le había dado el Rey de Persia para dar a conocer la venida del Prometido en un recorrido que le llevó desde Khurásán a Luristán, desde Isfahán a Ardistán, desde Ardakán a Yazd, y finalmente hasta Nayríz, donde habría de ofrendarle al Báb el sacrificio definitivo: su propia vida.

 

2

La jornada siguiente transcurrió sin incidencias. Al hacerse la noche, Vaḥíd envió a los suyos a realizar una batida. Ghulám Riḍá-Yazdí, quien le había acompañado desde Yazd, iba a capitanear catorce hombres dispuestos a realizar un ataque por sorpresa. El grupo incluía a un zapatero de noventa años, pletórico de ánimos, y varios mozos, muy jóvenes, que nunca habían combatido. Aunque por completo desiguales para medirse en batalla con los soldados reales, abandonaron el portón a medianoche. Se repartieron en dos grupos y de forma sigilosa se acercaron al campamento enemigo por ambos flancos. De forma repentina se abalanzaron al grito de “Dios es Grande” entregándose a la lucha con las espadas desenvainadas.

Desde el barrio de Chinár-Súkhtih, los demás bábíes allí residentes podían comprobar por las ráfagas de los disparos que se estaba produciendo un encuentro. Cientos de hombres corrieron a auxiliar a sus correligionarios. Las mujeres bábíes se subieron a las azoteas de sus hogares, que se hallaban próximas al lugar de batalla, infundiendo ánimos a sus hombres con el griterío. El estruendo de sus voces, sumadas al santo y seña de “Dios es Grande”, ahuyentaron a los soldados. Los bábíes libraron batalla durante toda la noche.

Al rayar el alba la luz descubría ante la vista un desolado campamento militar y a unos exhaustos, pero victoriosos, bábíes, quienes ahora regresaban al fuerte acompañados de sus heridos y muertos. Más de sesenta bábíes y muchos más soldados habían perdido la vida aquella noche. Varios bábíes, espantados por la cruenta refriega, abandonaron el fuerte. No obstante, el ejército había sufrido tal sacudida que sus oficiales al mando comprendieron que se hallaban ante un oponente poderoso.

 

3

Ya con el fuerte vacío de defensores, en su mayor parte muertos o dispersados, Zaynu'l-'Ábidín Khán debió plantearse cómo desdecirse de su juramento ante Vaḥíd. Aunque en realidad lo quería muerto no podía limitarse a ejecutarlo puesto que había hecho promesa pública de garantizar su seguridad. Además, el clero de Shiraz ya había emitido una fatwa para ejecutar a Vaḥíd y a sus principales compañeros.

En el campamento, en la zona conocida como la “Montaña Roja” situada en las afueras de Nayríz, Zaynu'l-'Ábidín Khán y sus consejeros deliberaban. Uno de los comandantes militares dio un paso al frente para ofrecer sus servicios de forma espontánea, alegando que él no había tomado parte en el juramento. A continuación convocó a todos aquellos cuyos familiares hubieran sufrido mal en la contienda para que diesen un paso al frente y participasen en el castigo que había de administrársele a Vaḥíd.

El hermano de Mullá Báqir, el portador del mensaje en solicitud de refuerzos, quien fuera abatido por los bábíes, se ofreció gustosamente. Varios otros siguieron el ejemplo, incluyendo el sobrino del gobernador, cuyo padre también había caído muerto. Sedientos de revancha, se presentaron ante Vaḥíd para despojarle del turbante—señal de su linaje—y ceñírselo con fuerza al cuello. La descarga de golpes acabó por tumbar a Vaḥíd.

A continuación amarraron el turbante a un caballo que lo arrastró por las calles. La excitada multitud se agolpaba alrededor lanzándole invectivas y piedras. Las mujeres danzaban alrededor. Y así fue, en medio de este frenesí, de polvo y calor, de gritos y alaridos de violenta pasión cuyo estruendo resonaba por las paredes de adobe de Nayríz, como Vaḥíd perdió la vida.

 

4

Zaynu'l-'Ábidín Khán, el gobernador de Nayríz, se alzó gustosamente a cumplir sus designios en el exterminio de los bábíes. Se disponía a librar la ciudad de herejes (que podían derrocarle o bien confabularse con su extensa familia) y de paso enriquecerse con el pillaje de sus propiedades. Muchos supervivientes bábíes habían procurado refugio en las montañas limítrofes, en cuyos recodos se ocultaban por miedo a represalias. Tras la destrucción que siguió a la caída del Fuerte Khájih, gran parte del barrio de Chinár-Súkhtih, donde habían residido la mayor parte de los bábíes, yacía en ruinas. No obstante, empezaba a fraguarse una nueva resistencia.

El Gobernador recibió noticia de que los bábíes habían atacado uno de los recintos que, situados en las laderas montañosas, solían dedicarse a la producción de un mosto concentrado. Varios de sus hombres habían muerto allí. También le llegaban rumores de confabulaciones. El número de bábíes residentes en Chinár-Súkhtih parecía ir de nuevo en ascenso. Presa del miedo, se rodeó de varios sicarios que le custodiaban cuandoquiera que se mostraba en público.

Más nervioso aún se habría mostrado de haber sabido que, en el otoño de 1852, un bábí renombrado por su extraordinaria valentía había vuelto a poner pie en la ciudad: ‘Alí Sardár.

 

5

Los hombres de Mírzá Bábá se acercaron a la viña nerviosamente sabiendo que los bábíes, que tenían reputación de indómitos, se hallaban el abrigo de sus muros. Rodearon el recinto, pero solo unos pocos se aventuraron a internarse. Inmediatamente, un grupo de bábíes los repelió armados de espadas, varas y piedras e incluso emprendieron su persecución al grito de «Dios es grande».

Al oír el tumulto, los clérigos y combatientes bábíes reunidos en las casas de la población salieron apresuradamente de sus paraderos a fin de sumarse a la refriega que se libraba en el viñedo. Las fuerzas en liza eran ahora mucho más formidables. La batalla se recrudeció.

Un bábí que calaba atuendo de blanco –color fúnebre con el que se demuestra la disposición a morir– y que blandía una espada se abalanzó contra la caballería que se hallaba apostada en las inmediaciones del lugar. Por más que esta se dio a la fuga, el bábí les iba a la zaga. La persecución concluyó ante la mansión del Gobernador, donde los soldados lograron reducir y arrestar al perseguidor.

Fueron cientos los disparos que se cruzaron en el viñedo. Cerca de doscientos bábíes luchaban contra los soldados, que les rodeaban por todos los flancos. Prosiguió el intercambio de disparos toda la tarde, y solo se detuvo al hacerse de noche.

Varios bábíes fueron apresados cuando se dirigían hacia el viñedo para socorrer a sus correligionarios. A estos se les condujo de vuelta a la población, donde quiso la suerte que acabasen arrojados a un calabozo situado bajo la torre de la mansión del antiguo Gobernador. Allí encerrados, y sin saber qué destino les aguardaba, discurrieron formas de escapar.

Pronto, en la cerrada oscuridad del calabozo, comenzaron a escucharse los sonidos de cuchillos que excavaban la pared. Los prisioneros intentaban practicar una salida que les permitiese escapar a gatas. No pudo ser debido a que uno de los prisioneros, Khájih, traicionó al resto al dar cuenta al Gobernador de la tentativa. Este mismo, fue forzado a demostrar que no era bábí si aceptaba decapitar a los demás prisioneros.

 

6

Ninguna voz podía escucharse, solo el silbido del viento o el graznido de algún ave. De repente el disparo seco de un rifle quebró abruptamente el silencio desencadenando toda una andanada. Los fusileros de Istahbánát se lanzaron al ataque enfervorecidos por sus clérigos, quienes les prometían la salvación si aniquilaban a los infieles; por cada gota derramada de sangre bábí tanto mayor sería el beneplácito divino para con ellos. No obstante, cuatro mullás de entre sus filas se pasaron al campo bábí portando consigo armas y municiones. Los atacantes avanzaban con presteza, apoderándose de cada una de las defensas improvisadas, hasta que a los bábíes no les quedaron sino unas pocas posiciones más donde defenderse. Los dos grupos se enfrentaban a muy escasa distancia.

Desde su escondite tras una gran roca, uno de los tiradores de élite de Istahbánat bajó el rifle, aguzó la vista apuntando a uno de los bábíes y apretó el gatillo. La bala rasgó el aire atravesándole el cuerpo a uno de los bábíes, que cayó abatido. El tirador volvió a apuntar y disparar, y otra vez más. Tres bábíes habían caído ya, y el arma volvía a dispararse no una sino dos veces más. Sendos bábíes agonizaban. Volvió a ajustar el gatillo pero, esta vez, solo hizo un chasquido. Un bábí arremetía contra él sin que nada pudiese hacer por impedirlo.

 

7

El clamor “Dios es grande” resonaba por todos los escarpes montañosos mientras los bábíes asomaban de sus refugios en medio de los soldados que, desorientados, daban vueltas en estado de pánico. Prendieron fuego con antorchas a sus improvisados habitáculos. Las llamas iluminaron una escena en la que los hombres trataban de hacerse valer en medio de una confusión de gritos, lamentos, cruce de sables y disparos. Las mujeres bábíes que habían salido a las montañas, se refugiaban en roquedos próximos, desde donde arrojaban piedras y transmitían ánimos con su ulular. Los soldados encabezados por Mírzá Na'ím, emprendían una confusa retirada por el paso, mientras sus espaldas se recortaban a la luz anaranjada del fuego.

En medio de la vorágine se tendía un gran cañón abandonado. Los bábíes desencajaron las ruedas y sujetándolo con sogas, lo arrastraron ladera arriba. Al alcanzar un risco, los hombres se encaramaron a este para subirlo. Hubo de arrastrase el negro y enorme cañón a pulso mientras la mole se batía con la pared rocosa y el cordaje crujía y chirriaba al viento de la noche.

 

8

Uno de los cabecillas Bahárlú salió de su escondite dirigiéndose a la escena de la matanza. Al reconocer el rostro, pensando en la recompensa que acaso le aguardaba, desenvainó la espada dejando que el tajo sajase con toda su fuerza el cuello del cadáver. Tomándola de la cabellera corrió hacia el campamento de Mírzá Na'ím. Al llegar allí, se presentó ante este exhibiendo en alto su trofeo. Los guías nayrícíes que acompañaban el ejército confirmaron que, en efecto, se trataba de Sardár. Sintiéndose en extremo aliviado al ver muerto a tan temible enemigo, Mírzá Na'ím cumplimentó al adalid Bahárlú con un manto de honor, un sobretodo hecho de tela de gran calidad , y unas monedas. Por fin, Mírzá Na'ím podría conciliar el sueño. Por su parte, el caudillo Bahárlú era ahora un hombre más afortunado.

Al llegar la noche, los bábíes presentes en la fortificación de Sardár se hallaban profundamente preocupados. De repente, vieron cómo Siyyid ‘Alí—quien había cabalgado con Sardár ese mismo día—daba tumbos dirigiéndose hacia ellos a través de la espesa oscuridad. Conforme se le acercaban para socorrerle, comprobaron que estaba empapado de sangre por causa de las numerosas heridas recibidas. Apenas capaz de articular palabra, les dijo que le habían disparado y abatido con piedras. A continuación pronunció palabras que no podían soportar escuchar:

—El «ave del alma de Sardár ha sido liberada de la cárcel del yo».

 

9

Una vez que dejaron la montaña atrás, marcharon en dirección hacia el molino.

Un muchacho de catorce años caminaba detrás de su madre a la que se sujetaba de la mano, atado a su cintura. Preguntó por qué estaba sujeto de semejante forma, a lo que ella le dijo que si los soldados se lo llevaban para darle muerte, ella quería estar allí para no tener que aguardar el resto de su vida en una espera desconsolada. Llevaba consigo en brazos al benjamín. Siguiendo el consejo que le había dado su marido antes de morir, se había vestido con las ropas más burdas y sencillas en previsión de que fuese capturada por los soldados. Sobre el pequeñuelo, había dejado por descuido un sombrero en el que lucían pequeños bordados. Un jinete cabalgó hacia ella, se inclinó y le arrebató con tal violencia al pequeño que este dio con su cuerpo a cierta distancia. Espantada, corrió ella a recogerlo. El violento tirón le había arrebatado un mechón de pelo, dejándole a la criatura sin aliento. En un intento desesperado de devolverlo a la vida lo acunó ella en sus brazos, arrodillándose en tierra, abrazándolo tal como había hecho al darle vida, mas la criatura dejó de respirar.

 

10

La gran tribu Qashqa’í, así nombrada por el idioma que muchos de ellos hablan, compuesta de clanes nómadas, vive de la trashumancia de sus rebaños que recorren la provincia de Fárs en busca de mejores pastos, en un ciclo sucesivo de temporadas de invierno y verano. Sus preciadas alfombras de vivos colores se vendían en los mercados de Shiraz, A los Qashqa’í se les reconocía fácilmente en la campiña por lo vistoso de su atuendo. A su paso por Shiraz, la capital de Fárs, habían acabado por convertirse en parte del engranaje político de la región, con cuyos gobernantes persas solían concertarse para el control y gobierno de sus gentes.

Luft ‘Alí Khán era uno de esos jefes Qashqa'í convertido en una suerte de brigadier general subordinado a los persas, quienes ahora habían comprado sus servicios para someter a los levantiscos bábíes de Nayríz. Gracias a su abrumador superioridad numérica y a los varios cañones de que disponía, logró reducirlos cumpliendo así el cometido que le habían confiado sus superiores persas.

Luft ‘Alí Khán y sus hombres acampaban junto con Mírzá Na'ím al lado del molino mientras se llevaban a cabo operaciones de limpieza. Acababan de decapitar a todos los prisioneros varones de edad joven, y ya estaba anunciando ante sus hombres que recompensaría a quienquiera que le trajese a un bábí, vivo o muerto. Los Qashqa'í barrieron los caminos montañosos con sus dagas, espadas y rifles, comprobando cada peña, batiendo cada arboleda, internándose en las cuevas más profundas, avizorando el horizonte desde lo alto de las peñas, escalando cada vez alturas mayores.

En uno de los recodos oscuros de una cueva se refugiaba un grupo de mujeres con sus hijos y varios hombres confiando en que pasarían inadvertidos. No pudo ser. Los soldados amontonaron a la entrada una pila de paja, yesca y ramas sobre las que vertieron queroseno y a la que prendieron fuego. Pronto la boca de la cueva quedó totalmente sellada por una densa cortina de fuego rugiente que ennegreció la montaña e hizo de su interior un horno humeante.

 

11

Según la noche iba aclarándose, el perfil de los hombros, cabezas y espaldas de los cautivos empezaba a reconocerse entre las sombras. Por todo el patio ampedrado y las estancias del caravasar, la masa silenciosa no hacía sino temblar. Débiles quejidos de los infantes rasgaban el aire gélido hasta apagarse en la ciénaga del cansancio y el hambre.

Los guardas se presentaron entonces en el patio poniendo firmes a los prisioneros. Fueron estos incorporándose entre las protestas quejumbrosas de sus debilitados cuerpos. Iban a ser trasladados fuera del caravasar a otro destino.

En el exterior se hallaba congregada una multitud. Las mujeres intentaron hacerse con algo de ropa destrozada para cubrir el rostro y los brazos como mejor podían (partes estas que debían evitar las miradas de extraños), invadiéndoles al salir del portón del caravasar sentimientos de vergüenza.

Al poner pie en la calle, vieron el gesto de sus paisanos que retorciéndose de ira, solo proferían insultos y les mostraban los dientes. Una andanada de piedras, barro y escupitajos les dio la bienvenida. Trataron de escudar a los niños cubriéndolos con sus brazos.

 

12

Pasadas unas jornadas llegaron a la última población de importancia en la provincia de Fárs, Ábádih, parada en la ruta migratoria de la tribu Qashqa'í. El paisanaje, incitado por los clérigos, salió a recibir con mofa y befa a los prisioneros, dando por hecho que a cambio de tan meritorio acto se harían acreedores de bendiciones especiales. En Ábádih, un mensaje de la corte del Rey de Persia, les hizo saber que debían abandonar las cabezas antes de reemprender la marcha hasta la capital. La gente del pueblo se negó a que las cabezas se enterrasen su camposanto, por temor a que semejante profanación contaminase los demás restos que allí reposaban. Por esta razón se escogió un campo abandonado situado fuera de la población. Los soldados cavaron grandes fosas a donde fueron a parar las cabezas de los bábíes. Desde allí reanudaron la marcha. Este campo desolado situado en las afueras de Ábádih permaneció tal cual durante diez años.

Más adelante, tras el advenimiento de Aquel Quien Dios hará manifiesto—el Prometido del Báb—nuevos creyentes hicieron de Ábádih su morada, dando lugar así al nacimiento de una nueva comunidad bahá’í. Transcurrido medio siglo desde que se dio sepultura a las cabezas, ‘Abdu’l-Bahá preguntó a los bahá’ís que se hallaban en Su presencia en Tierra Santa por el nombre que le habían dado al paraje. «Jardín de las Cabezas de los Mártires», respondieron. ‘Abdu’l-Bahá, alzándose, reveló entonces una Tabla de Visitación para que allí la recitase un creyente en su nombre:

¡Gloria sea sobre vosotros! La bendición sea sobre vosotros por cuanto habéis obrado. Habéis ofrendado vuestras posesiones, vuestros parientes y vuestras almas en el sendero de la Gloria de Dios por amor a Su Muy Exaltada Belleza. Alabado sea Tu Señor Gloriosísimo por cuanto Él os ha creado, y Dios os ha dado el ser alzándoos desde las tumbas del yo y del deseo y os ha alistado bajo la enseña de la Alabanza de Dios en la hora en que la Más Grande Resurrección tuvo lugar.

‘Abdu’l-Bahá le dio al yermo un nuevo nombre; desde entonces se llamaría «el Jardín del Misericordioso».

 

13

Horas antes, Pari Jan había abandonado su escondrijo para comprobar lo que ocurría. Una vecina la vio y acudió a ella bañada en lágrimas. Pari Jan le preguntó por la razón, a lo que esta le explicó que acababa de ver cómo mataban a su padre y marido. Rápidamente, devolvió ella a su hijo de seis meses y a su hija de cinco años, corrió hacia el norte por la calle que lleva al distrito del bazar donde acababa de tener lugar la matanza. Se acercó a una masa que se agolpaba ante no se sabe qué espectáculo. Se abrió paso para ver al punto el cadáver de un hombre al que arrastraban por los pies. Era su padre.

En esos momentos entró en escena la madre de Pari Jan. Las demás mujeres, al reconocer a Pari Jan y su madre, las apremiaron a que se ocultasen sin dilación si querían salir con vida de allí. La madre y la hija corrieron de vuelta hasta Chinár-Súkhtih, llamaron a la puerta de varios vecinos; pero estos también tenían demasiado miedo para dejarles entrar. No teniendo dónde ocultarse, abandonaron la población para recogerse en un campo de espeso matorral. Se internaron por él, pero el dueño viéndolas acurrucadas les dijo que debían marcharse. Llegaron a un muro, que debieron escalar hasta dejarse caer en lo que era una gran huerta. Allí permanecieron sin pronunciar palabra. En la distancia podían escuchar cómo la turba lanzaba gritos mientras le daban la vuelta al cadáver de su padre. Mirando hacia arriba, observaron que un hombre escalaba el muro. Era un amigo que venía a darles recado de que podían pasar la noche bajo su protección.

 

14

Tras posar el féretro en el fondo del sarcófago, ‘Abdu’l-Bahá se despojó del turbante, zapatos y capa, y tendiendo esta, «Se inclinó sobre el sarcófago todavía abierto, al tiempo que el cabello plateado flotaba en torno a la Cabeza y a un rostro transfigurado y luminoso, reposó la frente sobre el borde del ataúd de madera y, gimiendo, lloró con tal intensidad que todo los presentes lloraron con Él. Esa noche no pudo dormir, tan abrumado estaba por la emoción».

Más adelante, ‘Abdu’l-Bahá escribió sobre ese día:

Esta es la más feliz noticia (…) a saber, que el santo y luminoso cuerpo del Báb (...) después de haber sido trasladado durante sesenta años de lugar en lugar, en razón del ascendiente del enemigo, y por temor al malevolente, y tras haber desconocido descanso o tranquilidad, mediante la misericordia de la Belleza de Abhá, haya sido depositado ceremoniosamente el día de Naw-Rúz, en el Santuario exaltado del Monte Carmelo (...) Por una extraña coincidencia, ese mismo día de Naw-Rúz se recibió un telegrama de Chicago, el cual anunciaba que los creyentes de cada uno de los centros de América habían enviado a dicha ciudad un delegado electo (...) acordando de forma definitiva el emplazamiento y construcción del Mashriqu'l-Adhkár.

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En Nayríz, esa noche, una figura de pelo cano se abrió paso por las calles vacías del bazar. El cuerpo mutilado de Mullá Ḥasan había quedado expuesto a la intemperie en la plaza pública del bazar. La figura que se acercó al cadáver era la de ‘Alí, su amigo de infancia. El buen y fiel amigo recogió el cuerpo con sus brazos y cargó con él hasta el cementerio de Aghil Khatib. Allí cavó una fosa donde depositó los restos de su amigo, a los que dio sepultura.

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En una casa vieja y abandonada situada en las afueras de la población, las mujeres e hijos de la familia de Shaykh Muḥammad Ḥusayn no podían conciliar el sueño. Oían las voces de gentes que desde fuera rastreaban la zona en busca de bahá’ís. Mashadí Hasan, su guía, se presentó a decirles que andaban buscando hombres bahá’ís mayores de doce años y que dos hombres habían sido martirizados por la mañana temprano de ese mismo día. La vieja casa no podía ofrecer amparo suficiente, decía, por lo que volvería al anochecer para ponerlos a buen recaudo en casas situadas dentro de la población, donde estarían a salvo. A continuación, desapareció en la oscuridad.

En estado de completa vigilia, las mujeres y los niños se acurrucaban en la vieja casa abandonada a la espera de que amaneciese

 

15

Nuevamente, en la más cerrada oscuridad, volvieron a perder el paso. Para engañar el frío prendieron una hoguera que los arremolinó. Sentados al calor de la brasa, muchos eran incapaces de dormir, y otros se mantenían inconscientes. Karbalá'í Muḥammad Saleh podía sentir el calor de la llama. Dio entonces en pensar en los sacrificios que había realizado su familia. La madre, Fátimih, había declarado su fe cuando Vaḥíd proclamó el Mensaje del Báb. Él y su madre habían sufrido encarcelamiento en Shiraz tras la caída del fuerte Khájih. Podía observar los rostros de los numerosos miembros de la familia que habían perecido, y recordaba las condiciones desesperadas en que habían tenido que vivir durante años antes de regresar a Nayríz. En la presente situación, se había visto forzado a abandonar a su mujer, Zohreh y a su joven hijo Amru’lláh. Pero también sentía el poder y la majestad de Bahá'u'lláh, a quien había visitado en Bagdad; había sido testigo de la grandeza de la Causa por la cual su familia tanto había dado. Con esos pensamientos se consoló.

Conforme despuntaba el alba, se vieron obligados a ponerse en pie. Tras el descanso, sentían entonces todo el dolor físico de los pies maltratados, de sus músculos ateridos, y de la falta de alimento. En silencio, comenzaron la marcha. Para aderezar el paso se llevaban a la boca hojas y helechos.

A menos de tres kilómetros, varios de los hombres desfallecieron rindiéndose al agotamiento. Dos jóvenes, todavía con algo de resuello, apretaron el paso hasta Sarvistán, donde recabaron ayuda.

Pasado un tiempo, se presentaron corrillos de gente que acarreaban mulas y carruajes. También llevaban vituallas. Eran los bahá’ís de Sarvistán

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